Hitler corre aturdido a través de un bosque estrecho y frondoso, la sombra de un jinete lo persigue. El pobre hombre corre sin sosiego. Corre y no siente más las piernas, como si la Historia, desde otras estancias, pretendiera, inútil, olvidarlo.
Hitler, agotado, sensible. Repentinamente llega hasta el final del bosque, aparente final, donde los árboles abren un claro camino. El hombre camina, como si el jinete, por leyes superiores, quedara retenido a los límites del bosque; como si la Historia hubiera logrado su objetivo. Hitler es libre y camina, sencillo, hasta un nuevo bosque, pero esta vez un bosque circundado por edificios enormes. Se sienta a descansar en una banca, frente a un pasible lago, alza la cabeza y descubre en el cielo, un cielo naranja, repleto de estrías rosa y violeta, a los titanes en una incontenible lucha. Sin saberlo, sencillo, llora ante tan hermoso espectáculo.
Al otro lado del parque, desde una banca parecida, Kafka, creyéndose rey del laberinto, en un instante de auto-complicidad, un instante prematuro de auto-complicidad, llora ante tan hermoso espectáculo.
No hay nadie mas, solos, Hitler y Kafka.
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